Jordi Aspa no era el mejor tocaor del mundo, pero compraba más cuerdas de guitarra que nadie. Y las rompía todas a la vez. Hacía de forzudo con su caligrafía de bigote alquitranado, vistiendo un bañador veneciano ceñido por un cinturón de cuero adornado con monedas, y levantaba una enorme guitarra de hierro fabricada con las llantas de un opel frontera en una fragua de chapa y pintura.
Él se hacía atar por Miranda, inflaba los carrillos, movía el bigote, y haciendo fuerza con los pelos del pecho desplegaba sus poderosos brazos tatuados con rotuladores liberándose, rompiendo las ataduras de varios juegos de cuerdas.
La gente aplaudía y Miralta, su compañera de número, sonreía disponiéndose sobre la espiral pintada de la diana giratoria. Jordi Aspa hacía compás restallando el látigo negro contra el escenario, y lanzaba el primero de sus cuchillos contra la silueta de Miralta: –¡Ahí va… la soleá… –anunciaba. Y cuando el cuchillo llegaba hasta la diana de velcro, el maestro Aspa imitaba con la boca el sonido del impacto del acero diciendo “clonc”. Y seguía sacudiendo el látigo al golpe. –¡Ahí va… la alegría de Córdoba… cloooonc… ahí va… la seguiriya del Bochoque… cloooonc!
Los cuchillos de plástico se quedaban prendidos y giraban, Miralta seguía sonriendo, y las niñas y los niños aplaudían todos pringosos de algodón de azúcar.
Un asesor del ayuntamiento se acercó hasta el maestro Aspa y le dijo al oído que la alcaldesa estaba molesta, que parara la actuación inmediatamente, que la alcaldesa entendía de flamenco aunque fuera de Salamanca, y que el espectáculo no era el flamenco apalabrado.
–¿Cómo que no? –exclamó Jordi Aspa lanzando el cuchillo del mirabrás. –¡Cloooonc!… ¿no ve el manojo de cuchillos que me queda todavía… no sabe usted cómo ha cambiado el Flamenco en estos tiempos… apártese que ahora voy a lanzar un fandango de Culatra…!
El maestro Aspa repitió el acierto y cantó el clonc. Los niños miraban al asesor del ayuntamiento, que poniéndose muy colorado le gritaba a la solapa de su chaqueta mientras se metía un cable por una oreja. Los niños aplaudieron al asesor de cultura.
En otra pista el maestro Cantizano ejecutaba su rondeña, creaba un paisaje con cinco guitarras asentadas en sillas de enea, que eran rasgueadas por sendos ventiladores comprados en el chino de todo a un euro. Mientras, Paco Pacolmo divertía al público con su chistera y su megáfono, y empujaba la bicicleta que montaba Vicente Gelo, que cantaba un martinete en movimiento perpetuo usando la percusión del timbre del manillar y pedaleaba haciendo círculos.
–¡Oiga, esto no es el flamenco apalabrado! –decía en persona la alcaldesa.
–Mi rondeña no lleva letra –apuntaba el maestro Cantizano.
–Pero… ¡si usted ni siquiera ha tocado la guitarra! –gritó ofendida la excelentísima.
–Es que es música instrumental-instrumental… –concluyó el multitocaor.
No había forma artística de terminar el número jondo: el asesor cultural mandó al electricista del ayuntamiento a que apagara todas las luces de colores; Miralta, que continuaba pegada al tablao giratorio adornado con bombillas de seguridad, finiquitaba con la alcaldesa, que abría su bolso y sacaba el carterón.
Era toda una fiesta de papelillos, globos, serpentinas, facturitas y recibos de gasolineras y pinchos de tortilla… todo papelito desgravaba pero NO todo era flamenco, según la mujer que era de Salamanca. Y sonaban los teléfonos móviles políticos, policiales y artísticos. Vicente Gelo recibía una llamada de Cristina Hoyos. Paco Pacolmo seguía haciendo malabares y arengando festivamente al público con su megáfono mientras manipulaba una serpiente pitón de peluche. El guitarrista Cantizano llamaba al director artístico, que vestido de oso conducía la furgoneta de la productora, buscando aparcamiento y llegando tarde a la función.
Los niños y las niñas no se iban y tampoco sus padres, que se subían bailando al escenario y tocaban con el dedo índice la enorme guitarra de hierro del forzudo, la esponja pintada de la diana gigante y las bombillas de colores aún calientes. Miralta recibía un ramo de flores de una madre y Jordi Aspa se sentaba a comer algodón dulce entre los niños.
Las guitarras seguían sonando porque iban a pilas que eran de las buenas. Y la alcaldesa, sujetada en el tablao de velcro -en la diana giratoria- se quejaba muy bien por cierto. ¡Clonc!
Blog de David Pielfort.