A Antonio Orihuela
En una serie actual de dibujos canadienses no puedo dejar de reconocer en uno de los personajes al artista Juan Ramón Jiménez, pero animado. El personaje de la ficción reina solitario, habitando un castillo de hielo, donde va coleccionando en sus mazmorras a diferentes princesas, cautivadas por la magia de sus encantos.
La asociación con la torre de marfil del poeta se revela entonces en un gag, cuando el rey es chamuscado por un rayo maléfico y su larga barba blanca se convierte en una oscura perilla humeante.
Vino inmediata la imagen del joven poeta, que reinó en el Madrid modernista con el nombre dado por sus amigos bohemios de “el príncipe Otoño”, debido a su excelencia poética, su mano cortés siempre fría y lánguida, y por el conocido éxito que tenía con las mujeres.
Pensemos que en el eterno Madrid pueblerino del siglo diecinueve, el juguete más caro y complicado del que disponían los artistas e intelectuales se trataba de un artefacto llamado “libro”, comparable a los medios audiovisuales que a finales del siglo veinte convertirían la cifra de cortometrajistas y videoartistas mucho mayor que la de los literatos de las primeras vanguardias europeas.
Calculemos que hoy Juan Ramón Jiménez para las nuevas generaciones no es ya ni siquiera la mancheta de un rostro en la página de una enciclopedia, porque no se usan; tampoco es el señor tan serio con barba de chivo que hablaba de un “burro”, y que se asoma con ojos cerámicos desde los medallones conmemorativos de los edificios, porque los anaqueles desaparecieron hace mucho también de los parques públicos.
Hoy Juan Ramón Jiménez es simplemente pues el nombre oficial de muchos institutos públicos de educación secundaria que suelen llevar nombres de poetas, y a los que nadie quiere llevar a sus hijos, porque nunca ha habido calefacción, porque siempre están situados en los extrarradios, y porque son construidos con recicladas casetas o barracones de obras llamadas ultraístamente caracolas, donde las madres “aparcan” a sus hijos, una manada de odiosos delincuentes que no son precisamente niñosdioses.
Ayer Juan Ramón Jiménez fue el protagonista de la escena literaria modernista, y de sus propios versos, habitados por resplandores de la nueva sintaxis que pretendía alumbrar. Él era un tren amarillo de octosílabos asonantados y polisindetones, que traqueteaba la vía estrecha española diciendo vermut-vermut-vermut y que llegaba desde la marisma hasta Madrid acompañado de unas NUBES amenazadoras y propias de novela gráfica:
SUBO A MADRID (BAJO AL JARDÍN)
–Bajo al andén. ¡Son poetas!
–¡Espera, espera… Juan Ramón!
Un abrazo. ¡Ven!
–¡Y miro que es otro poeta!
–¡Por el andén; sí es él!
–¡Espera, espera, sí… tú… el de Moguer!
Corre el poeta hasta Burdeos
Que no lo pueden coger.
Desde entonces los bohemios de la capital de España, convertida en asilo de niños con inquietudes literarias y artísticas, celebraron cada una de sus estancias y visitas, pero sobre todo y siempre sus libros. Aunque no se vendieran tanto como la gente suele creer y se apilaran en los pasillos de las editoriales.
El recordatorio de la época es ahora obligado, porque muy pocos pueden imaginarse hoy entre píxeles, plasmas, leds y pantallas táctiles, el gran impacto visual de los sofisticados libros editados con textos en tintas magentas y verdes, formando laberintos y jardines lejanos sobre el blancor bellamente desperdiciado y excesivo de las páginas poéticas.
Hoy se puede convertir el jardín en interfaces personales, poniendo sensores en los columpios, fuentes y quimeras, que se conectan al teléfono móvil mediante una aplicación, para fomentar el juego y el recreo con los demás paseantes y disfrutadores de los parques y los videojuegos. En el jardín hay una fuente de vermut donde bebe una quimera…
Pero yo ya tenía la primera versión del juego simbolista en el Spectrum 48-K, donde sobre un prado verde fosforito se levantaba un sencillo laberinto de setos bajos, que era recorrido por dos monjas –una con el hábito verde y la otra con el hábito morado- y que competían con sendas bandejitas plateadas por llegar una antes que la otra hasta el mismo centro del juego de geometría vegetal, donde Juan Ramón Jiménez vestido de lino blanco y sentado bajo un cenador, esperaba su copita de ajenjo.
El premio de la partida del videojuego era un cigarro electrónico, porque el poeta sí que fumaba, pero sólo cuando se recluía en los sanatorios. Y en el fondo lo hacía para no dar tabaco, porque Juan Ramón Jiménez consideraba sus clausuras médicas en las residencias más baratas y confortables que los hoteles casi inexistentes tanto en Burdeos como en Madrid.
Era mucho más sano recluirse en esas clínicas ajardinadas que ser asaltado a la salida del Palace por autores que transmitían papilomas y verrugas dando la mano, y que soltaban espumarajos tuberculosos en la exaltación de las salutaciones.
El poeta, que había escapado del desierto del sur, ya había subido a la gran montaña negra de las Visiones y había sido bendecido por la mano de Rubén Darío, como le pasó a Moisés con el ovni en la cima del Sinaí.
Juan Ramón Jiménez no necesitaba ya de los cafés-de-artistas, ni relacionarse con sus habitantes, con las diarreas y gastroenteritis, con los autores de la busca, con bronquitis y herpes labiales, con las tediosas tertulias, con los cigarros confeccionados con uñas ennegrecidas y los periódicos manoseados, con las endebles revistas literarias, con los divanes que olían a culos y meados, ni con las cabeceras de la prensa caduca y efímera.
Además en los cenáculos y capillas artísticas no se liga nunca. Nadie puede enamorarse en los ateneos y las sociedades de lectura, porque se está siempre rodeado por falsos casados, solterones con abrigos de pieles, morfinómanos, desdentados, calaveras, alcoholizados, intersexuales y conferenciantes con gafas que dominan la cripta.
Juan Ramón Jiménez nunca tuvo problemas con el eterno femenino, y no necesitaba llevar una vida novelesca de literato, él había dejado el Parnaso una vez que consiguió las escrituras de la parcela lírica, e iba lanzado hacia el futuro artístico con la fuerza del ferrocarril, huyendo de la GENTE, de los acreedores y sobre todo de su psiquiatra, al que había aplicado un tratamiento de cornupecia.
Estamos hablando de unos tiempos modernos, cercanos a los años locos, en un siglo veinte donde todavía había personas que seguían retándose y batiéndose en duelos, incluyéndose a los directores de periódicos rivales.
Algo que contrasta con nuestros días (si es que no son de otros), cuando se produce la máxima infantilización de poemas narrativos como El Quijote y Platero y yo.
No es el primer atentado que sufre el burro, habiendo sido el único motor de la civilización hasta la revolución industrial. Desde el uso de su quijada por Caín hasta el burro explosivo de Alberti, el burro ha sufrido desde siempre, ha sido convertido incluso en logotipos del partido demócrata norteamericano de Obama (del Nobel de literatura hasta el Nobel de la paz) y del nacionalismo del hombre blanco catalán, como cantara Soto Sordera en una de sus bulerías. Pues a Juan Ramón Jiménez le pasó lo mismo que a su burro. Él, que había triunfado artísticamente siendo UN andaluz, y que desde su juventud se llamaba a sí mismo “el andaluz universal” (demostrándolo en sus romances y en el cantábile jondo de sus versos) sufrió igual que su burro. Pronto se lo recordarían en la Residencia de Estudiantes, cuando le dieron una mierda de puesto como bibliotecario de los niñatos residentes, que como pArias tristes de la incipiente cinematografía destriparon al mismo poeta Juan Ramón Jiménez, que fue expuesto y abierto en canal sobre un piano en un film primitivo que incluso motejaba al poeta de “perro andaluz”. ¿Piensan en Fellini sentado detrás de una ventanilla, llevando la videoteca de un colegio privado en el que están internados Almodóvar, Trueba y Garci?
Es que a la gente NO le da coraje que al burro-andaluz le suene la flauta, sino que el burro o el andaluz la toque de puta madre.
De todas formas la película nadie la ha visto entera. Y ningún politiquillo ha leído el libro Platero y yo. Por eso sigue infantilizándose el tópico de un libro donde hay inmigración, lumpen, sexo y terror; porque los burros desde la antigüedad se han usado para defender a los rebaños ganaderos del ataque de los lobos y alimañas del bosque; porque todos los españoles se han peinado siempre con huesos de burro hasta la invención del peine de plástico; y porque un borrico puede atacar y comerse vivo a un hombre adulto. Si la sociedad fuera lectora, si se hubiera comprendido la lírica jonda del Platero, si hubiera corrido otra suerte el poeta y sus triángulos amorosos, quizás en las carreteras y autovías actuales, junto a los toros de Osborne y los Tío Pepe con las guitarras y los sombreros, habría un reguero de esculturas metálicas y sonoras creadas por Margarita Gil, siluetas de chapa de un burro excitado anunciando cualquier brandy o vermut moguereño. Y menos mal que no. Pero pocos encontrarían la similitud del famoso burro escultórico con la sombra metálica del pánida, del sátiro espectral, del poeta andaluz que cambiará su vida artística al contraer matrimonio.
La monja Magenta y la monja Verde sufren del efecto de escalera en el pixelado de sus hábitos. Cuando cruzan sus caminos dentro de el laberinto de la pantalla, rápidamente se meten mano, arremangándose, soltando sus bandejas y derramando la copita de ajenjo, de anisado o de bromuro. Y mientras se pelean como ninjas por convertirse en las enfermeras favoritas del poeta, éste bajo el templete blanco exhibe sonriente una cola irisada de pavo real, como el respaldo colorido de una silla hindú de ratán, que desaparece cuando las monjas retoman su camino hasta el centro del laberinto donde las espera Juan Ramón.
Sí, pero… ¿qué aportaciones, logros estéticos y hallazgos expresivos consiguió el poeta? Acaso parece poco el fandango de aunar diferentes estereotipos pornográficos de la actualidad en la vida real (de hace más de un siglo), bebiendo láudano francés, fumando cigarros de kif importados de Marrakech, sentadito entre lecturas al sol de jardines ingleses, y sin tener que ir a los carnavales ni al barrio de don Hilarión…
El mismo Lorca no paró en la imitación del cristo de Moguer, y hasta viajaría a Nueva York después de que Juan Ramón Jiménez se casara allí con Zenobia Camprubí. Y al igual que Juan Ramón compuso el Diario de un poeta recién casado, Lorca se llevó patinando en Central Park más de tres horas seguidas pensando, dándole vueltas a la pista y a un nuevo poemario, con Langston Hughes cogido de la mano, agregado culturalmente, para que no se cayera.
En 1931 se inventó la fotocopiadora. Ahora estoy en Moguer y tengo unas cuantas fotocopias en la mano, porque Antonio Orihuela me ha invitado a los encuentros poéticos “Voces del extremo”, que organiza la fundación del Nefelibata, que es como llamaba Rubén Darío, el indio zapoteca, a Juan Ramón Jiménez.
Es noche de verano en un patio andaluz, bajo la fronda de unas buganvillas y junto a un pozo lindero lee en público la poeta Inma Luna. El auditorio ocupa todos los asientos situados en el patio. Atento oigo y observo todo el recital desde un salón contiguo, que está oscurecido para favorecer la atención al proscenio, estoy detrás de un cierro que me permite ver casi sin ser visto, como en un balcón bajo de un teatro antiguo.
Estoy allí por no molestar, por levantarme, ir y volver a la barra de la taberna de la casona -que pertenece a la peña flamenca- y así no tener que cruzar entre los escuchantes. Pidiendo el vino y transportándolo, un indígena me está dando la brasa que me he buscado, y acabo de nuevo en el escondite poético antes mencionado, con mi nuevo amigo como compañero de improvisado palco, que no para de hablarme al oído mientras Inma Luna -entre poemas- improvisadamente anuncia que va a dedicarme un texto de los que componen su lectura. Veo que me busca con la mirada entre el público y que no me encuentra, da lo mismo porque estoy entre bambalinas, a menos de cuatro metros de distancia de ella tras la reja, pero la poeta en voz alta dice que ya no me dedica nada y que retira la dedicatoria. El moguereño sigue hablándome muy bajito y me hace una invitación que acepto. A él lo he visto antes al mediodía, entre el paisanaje de hombres mayores en un mosto adonde me llevó Nel Amaro. El moguereño lleva una gorra de béisbol desgastada por el sol y el trabajo, luce bigotes y barba rubiasca, pantalones vaqueros y una camisa a cuadritos de manga corta. Me dice que ha sido mercenario durante varios años en la guerra de Yugoslavia, que me vende una parcela arbolada en el mismo Moguer pero tirando hacia Mazagón, y que el metro cuadrado será baratito, puesto a precio de artista… Pero el misterio es otro, y me la juego saliendo anónimo del recital, caminando de noche con el desconocido que luce tatuajes de militar y que me conduce al cementerio como guía poético. Me ha jurado que me va a presentar a Juan Ramón Jiménez en persona, que si querría verlo, porque el mercenario estaba encargándose ahora de unas obras de adecentamiento de la tumba, y que aquello era como suyo.
Habiéndome prometido también el regalo de un libro original del poeta, que ha encontrado en el lugar de trabajo, le sigo como un inocente inmediatamente. ¿Y si se trata del libro erótico perdido de Juan Ramón? ¿Y si es el manuscrito del folleto que Juan Ramón pensaba publicar denunciando a todos los escritores que le copiaban y se apropiaban de su nuevo estilo y sus descubrimientos estéticos, y en el que se aportaban recortes de prensa y subrayados de revistas que lo demostraban documentándolo?
Con la oscuridad del trayecto y la empresa, en cualquier momento mi cuerpo encarnizado podría servir de abono para las plantaciones de mariguana… o de pienso para el ganado… pero la idea de encontrar el dibujo original de las guardas de las ediciones con el símbolo del perejil… o la carta adolescente en la que el poeta-tipógrafo reniega de la letra ge por la grafía de jota, motivado por su asco al nombre del colegio Luis Gonzaga de El Puerto de Santa María, donde se educó…
Y allí estaba hecho un puñado, como sus versos desnudos, en un traje desencarnado… el apóstol social era un peje de fondo… metido en un ascensor oxidado. Todo era verdad, allí estaba todo abierto, a mano y accesible… con la lápida de un palmo de gorda desplazada, como el separador de un libro cejado… Automático vuelvo sobre mis pasos, hacia los primeros alumbrados… no me acuerdo ya del mercenario, por fin hay cemento, adoquines, alquitrán, asfalto bajo mis pies… luces de un coche que pasa, de los escaparates de los comercios, las sillas y mesas de plástico de un bar que está cerrando… y de repente otra vez el mercenario, que se despide en movimiento y me dice que mañana me buscará con el mandado. Llego al recital, vuelvo a la vida, ya me he olvidado…
A la mañana siguiente, desayunando en La Rábida, el mercenario me encuentra y me da una bolsa de plástico. Cumple su promesa, se marcha, se despide rápido.
Abro el paquete pensando que después tendré que lavarme las manos… y tengo por fin el libro mágico: un resumen escolar machacado de Platero y yo, editado creo que por Anaya, en el que se esconden un pequeño afiche ochentero -gastadísimo por las dobleces- de un seminario sobre Fermín Salvochea… una pegatina vieja sin usar y sin pelos adheridos del P.S.U. y un billete colorado de dos mil pesetas -ya fuera de circulación- que se adornaba con la efigie de Juan Ramón Jiménez y que nadie quería:
UN PAPEL SE CAE (DONDE PONE)
¡No le toques llamas
a los plásticos
que así es el invernadero!
(Abstente que la bohemia
es lo que sale en el B.O.E.)
¡Caramba!
Blog de David Pielfort.