El cantaor más solitario tiene que hacer a la fuerza terapia de grupo con los amigachos trasnochadores, porque al final el flamenco es una música de estómago -aunque se haga de garganta o con la nariz-, pese a la manía pública del respetable de mirar hacia la guitarra, que es el dedo que señala a la luna.
La Voz bien situada sobre la ciudad es capaz de destruirla. Pruebe a levantar la voz en la madrugada. Los vecinos del Albaicín de Granada llevan más de cuarenta años sin cortarse un pelo a la deshora de arrojar cubos de agua con lejía a los turistas y borrachos que se alimentan en los kebabs nocturnos que permanecen abiertos de guardia… otras vecinas riegan de azufre los escalones para que nadie se siente y haga reunión, y sitúan en las esquinas estratégicas botellas de plástico rellenas de agua que espantan a los perros negros y a las moscas, pero incitan a las vejigas de los meones que saludan a las cámaras de seguridad de la calle.
La noche pertenecía a los cantaores porque los tocaores tenían que irse temprano para guardar la guitarra y seguir estudiando por la mañana. ¿Quién va a callejear con la costosa herramienta?
De ahí que se diera la paradoja en la Historieta Flamenca de que los cantaores iban desapareciendo de la oficina jonda, e iban sucediéndose sus figuras, famas y procedencias, bien porque un día no iban a trabajar al tablao, o porque iban cuando se les antojaba; pero EL TOCAOR NUNCA FALLABA, QUILLO…
Por eso han ido sucediéndose los cantaores y despareciendo los gargantúos, esfumándose como fantasmas, volviendo a sus comarcas personales o políticas, hastiados quizás del insoportable músico de la oficina: el guitarrista que no fallaba nunca, y que adquiría poderes estéticos y decisiones empresariales y discográficas, marcando el futuro y el devenir del arte del Cante Jondo.
Así que al que canta y al que toca nada les une salvo la ocasión del dinero, porque obedecen sólo a esa necesidad, aunque todos ellos en un gran complot bohemio sigan justificando que su música nace de la miseria, de la NADA romántica, y en ciertos barrios de contados lugares, dentro de las casas de vecinos humildes, donde por no haber no había ni una mesa en la que se posaran las moscas.
Hoy hay muchas mesas cableadas con gadgets y ordenadores, cuando en la mesa lo que tendría que haber es una botella de vino y una copa bodeguera de cristal para el que canta.
Y son insoportables las mesas porque falta el vino en los escenarios. Son mesas inútiles como los asientos públicos en las aceras de las avenidas, que se sitúan en lugares horribles, dándole la espalda al tráfico y enfrentados hacia los escaparates… La mesa debe ser la primera tribuna, el primer escenario del hombre -que es el único animal que aplaude-, y el residuo escénico de la primera misa blanca, de las óperas cómicas y las chirigotas negras de las democracias y los minstrels. Pero si no hay repartición del botín, las mesas estorban como los caballos que se meten en los teatros para adornar pianos y bailes zoofílicos… aunque en definitiva cualquier escenario no deja de ser otra mesa, donde se exponen los bodegones vivientes de flamencos mendicantes.
A más de un flamenco le gusta el instrumento con cuatro patas, porque a los esclavos musicales siempre les ha gustado acarrear prótesis y transportar pirámides; y la mesa les recuerda siempre a las procesiones de los cadalsos infantiles, que los niños construían con camaroneros de macarrones, y que paseaban bajo los naranjos renegridos por la mangla, sorteando restos de papeles de aluminio quemados y mojones de perros, recorriendo la tristeza de los agrios.
Ahora que todos estamos viviendo confinados en nichos que se llaman pisos, cualquier caja de plástico del mercado de abastos será una reducción de la semana santa; porque todo escenario no es más que un cuarto dentro de una casa, una caja dentro de una caja, el cuartichi dentro de un cuarto, el cuarto del cuarto-camerino de la caja del teatro, que es otra caja de la caja de ahorros dentro de la caja de la urbe, etcétera… Si observamos ahora al revés, hacia otro infinito, si en esa escena tenemos a un centurión macareno tocando el maldito cajón flamenco (que siempre se usó para transportar mercancías al detalle, al igual que las arpas mariachis servían de ataúdes infantiles), y que lleva encima otra caja más diminuta llamada ipod, un reproductor de audio digital portátil que contiene más de tres mil lieders a los que podemos reducir hasta el pitido único y solitario del encendido del electrodoméstico… ¿qué nos queda después de tanta pirueta en la parafernalia escenográfica que es incapaz de prescindir de la mesa, la misa, el caballo, la pantalla y la maquinita de humo que produce la neblina de azufre sobre la pestilente dársena del río artificial que tiene un mal olor especial?
Pues la VOZ… porque el Toque y el Baile se enseñan, pero el Cante NO; y aquí nos volvemos a encontrar de frente otra vez con la figura del CANTAOR, que ahora viene hacia nosotros andando solo por los callejones, porque no necesita nada ni a nadie, y todavía menos comprar los discos de los guitarristas.
–¿Hay voces que se compran? ¡Eso es imposible! –soltaba uno desde un balcón.
–Para-papiro-piro-papiropá… –respondía una bailaora en chándal.
Blog de David Pielfort.